El Poder del Lenguaje
Al igual que Hannah Arendt, creo que “sin palabras, la acción pierde el actor[5]”, y es así que no solo se repriman los cuerpos sino también las palabras. En el discurso dominante se expresan las ideas dominantes. Así nos vigilan a través de nuestro lenguaje, nos imponen ideas, opinan por nosotros y nos hacen creer en mentiras disfrazadas de verdades indisolubles. El profesor de Comunicación III de esta facultad, Caletti, los llamaría “torniquetes semióticos”. Frases que de tan repetidas son dadas como obvias, como indiscutibles. De eso se trata nuestra historia y eso reproducen los medios de comunicación pues, recordemos, que en el imperio, el control moldea mentes para producir signos. En nuestro país, como en todo el mundo, su corporación política –empresarial-mediática–financiera ha desplegado su lenguaje ante los indefensos -¿indefensos?- ciudadanos o, mejor dicho, consumidores.
Sus lenguajes pueden adquirir diferentes tonos sin variar su contenido. No es lo mismo el discurso “aliancista” de Fernando De la Rúa en la que la honestidad de las palabras se basa en que se encuentren desnudas sin nada que decir, o en la suciedad de Carlos Menem en que, repitiendo los mismos preceptos que se imponen desde hace 30 años, envuelve las palabras con la seducción del consumo y el bienestar económico. Ese discurso único que en la novela 1984 se hace presente de manera futurista, puede adquirir diferentes estilos, desde el más burocrático hasta el más demagógico y desprejuiciado como el caso del senador Luis Barrionuevo. A pesar de los hechos del 20 de diciembre, en el que ¿la gente? parecía decir basta, ese discurso sigue vivo, desplegándose entre la masa de consumidores de palabras vacías en que la televisión es ama y señora. Se trata de uno de los desastres más graves en los que hemos caído. Hoy, el lenguaje de la esperanza, se encuentra en la demagogia del Adolfo –que, seguramente muchos comprarán- o en el simplista “sí, hay salida” de De la Sota.
Nos mintieron y nos siguen mintiendo no sólo en acciones sino en palabras, en fraudes lingüísticos que no dejan nada a la población más luego de la votación de turno. De este daño casi no se habla, rara vez surge el debate en los medios y es obvio que suceda, pues ellos son cómplices, partícipes e invitados de lujo de aquella fiesta que finalizó abruptamente para algunos, lenta pero indefectiblemente, para otros. Miles intentan cambiar este orden de las cosas desde diferentes lugares, pero cada vez son más, los millones que no tienen posibilidad ni de cambiar, ni de decodificar las mentiras diarias, ni de expresarse, ni de sobrevivir, ni de comer. Es extraño –aunque luego de leer a Arendt no lo sea tanto- que en un país en donde los alimentos sobren, miles de niños mueran de hambre. Es que la “abundancia natural del proceso de la labor ha permitido a los hombres esclavizar o explotar a sus congéneres, liberándose a sí mismos, de este modo, de la carga de la vida[6]”.