ERROR FATAL

En aquel tórrido país sudamericano las leyes eran crueles; para colmo jueces despiadados, inflexibles y dictadores diabólicamente ingeniosos, les añadían su propia iniquidad. Raquel González no llegaba a los diecisiete años cuando quedó embaraza siendo soltera. Raquel resolvió el pleito de la maternidad culposa mediante el aborto. Y todo lo realizó sin malicia, con total inocencia, un mediodía de sol esplendoroso.

Fue descubierto su horrendo crimen, detenida, juzgada y condenada a reclusión perpetua. El castigo preveía, entre otras lindezas, suprimir para siempre aquella motivación lujuriosa que ahora pagaba con tanto dolor. A la pobre le sobraban formas, pero le faltaban contenidos, pues omití aclarar lo bella y atractiva que era Raquel. Una semana más tarde, se presentó en la celda la Madre Superiora quien le ordenó a Raquel que cuidase un bebé que se hallaba en una celda cercana a la suya. Los recuerdos de su hijo la mortificaban y este crecimiento crecía a la par del tamaño del bebé que debía pasear, asear y cuidar. Los días se sucedían y Raquel ya se había acostumbrado a la tarea de madre que antes había desechado. Pero cuando el sol parecía resplandor nuevamente en su vida, Raquel empezó a sentir como la liviana carga del bebé aumentaba sin pausa hasta resultar inútil pasarlo de un brazo al otro. El divertimento de pasear, simplemente, a su bebé se transformó en una pesada carga en todo sentido. El sol dejó de ser encantador y sus brazos se quebraban una y mil veces. No se le permitía que descansase en ningún momento.  

Una mañana invernal y tormentosa levantó al bebé y su peso, o su propia debilidad, le hicieron trastabillar primero para caer hacia atrás enseguida, sin soltar la carga martirizante que se aplastó contra su pecho. Aquella cosa oprimente le cortaba la respiración, ahogándola segundo a segundo y Raquel se quejó, se quejó y siguió quejándose hasta quedar inmóvil, apartada y distante acunada por la muerte.  

Durante aquellos años, sin omitir una sola jornada, Raquel González sostuvo en sus brazos al bebé de hierro, y en todo ese tiempo su sangre y su carne generosa se desvanecieron para justificar el castigo de una sociedad sabiamente jurídica y sádicamente eficaz.

L.G.