El Tiempo y la Desesperanza
- ¡Qué difícil es conseguir laburo! ¡No te das una idea! Ayer cuando estaba haciendo esa interminable fila, pensaba, ¿qué hago acá otra vez? Es como si no pasase el tiempo, todos los días, igual. Y no tengo tiempo para pensar en otra cosa. No tengo tiempo para pensar en tener tiempo libre, en tener tiempo para descansar o para disfrutar que el tiempo transcurre.
- Lo peor es que el tiempo transcurre, inconsistentemente como el aire, se va, se evapora y no pide permiso. El tiempo no te da descanso ni tiempo de decirle que se detenga, porque el tiempo es simplemente eso, tiempo. Pero no te hagás problema Juan, ya vendrán tiempos mejores y podremos tener más tiempo para ir a jugar un fulbito´ con los pibes de la secundaria.
- ¿Con qué plata? Tengo que conseguir primero un trabajo que me ayuda a sobrevivir. Porque sino...
- Sino te vamos a ayudar, no dramaticés. Hace solamente dos meses que te recibiste y ya te das por vencido. Sabías que las cosas no iban a ser fáciles. Y no hablemos de plata que yo, que tengo la suerte de trabajar, no tengo un peso partido al medio.
- Sí, pero tenés algo de qué agarrarte. Yo tenía ilusiones, estaba tan apurado y entusiasmado de trabajar de lo mío. Mirá, si hubiese sabido, no largaba el otro trabajo en la escuela.
- ¡¡¡Y!!! Sos un boludo, qué querés que te diga. Pero bueno... ¿No tenés algo de comer mejor que este pedazo de pan húmedo? ¡¡¡No!!! Es un chiste, no te calentés.
De los 24 años de su vida, Juan, le había dedicado 6 a su carrera universitaria de Comunicador Social. Tenía muchas desilusiones y también bastantes sueños inconclusos ya maltrechos en su angustiada existencia. Existir era para él un martirio. Por mucho tiempo había estado engatusado por promesas incompletas, que él mismo se había hecho, y ahora estaba vacío y desesperado, hundido en la angustia de no poder ser. No ser significa no llegar a ser lo que deseaba ser desde pequeño. No ser y no tener se conjugaban en un frío y largo presente similar, igual al ayer.
- Bueno, nos vemos mañana. Sí querés te paso a buscar antes de ir a la librería y te acompaño a la gran búsqueda. Tantas veces me hiciste la gamba...
- Sabés lo que pasa, no sé si seguir en esto. Yo quiero trabajar de lo mío. Nunca pensé que iba a ser tan difícil. No hay un puto lugar para mí en los medios, en este país. ¿Será posible? Hoy me replanteo todo, ¿para qué estudié tanto?
- Bueno Juan, me voy a terminar deprimiendo yo también. Mañana nos vemos.
La puerta del pallier del edificio se cerraba y comenzaba inesperadamente a llover. Llovía y Juan se dejaba mojar su rostro y su nuca ya vacía, sin pelos y con una aureola creciente, parecía un sacerdote de los que aparecen en las películas norteamericanas sobre mafiosos. Vio su rostro, copiado en un espejito retrovisor de Ford K y se preguntó: ¿por qué siempre, en las películas de mafiosos, hay un cura amigo de estas familias italianas? ¿Por qué el mafioso es siempre un tano? ¿Por qué siempre ganan los ganadores y nos venden sus historias de triunfos? ¿Cuándo llegará el tiempo de perdedores como él? Se observó y lo que vió no le agradó. Se levantó la remera, apenas un poco, y sintió lástima de su estado físico. Se sintió débil, con náuseas y mareos. Decidió visitar a su anciano padre mañana temprano. Hacía mucho que no sabía nada de su padre.
Tomó el colectivo rumbo al hospital donde se asilaba Alberto, su padre. Alberto tenía casi 70 años pero las tristezas familiares y laborales lo habían avejentado velozmente. Ricardo era muy parecido a su padre, de mediana estatura, medio calvo, morocho y bastante buen mozo - según los familiares -. Ingresó cabizbajo a la pieza 204 en donde se alojaba Alberto y lo observó bajo una blanca palidez. Casi no respiraba, estaba abandonado, enjaulado entre olores nauseabundos y distintos tubos e inyecciones varias serpenteando el sucio piso de la inhóspita pieza. Su padre , por fin, logró pronunciar palabra alguna y se produjo un diálogo monótono, sin contenido sentimental alguno. Eran dos extraños mirándose el uno al otro, uno, peleando por no caer en el abismo de la muerte, el otro, por escalar la montaña de la vida. Los dos, medio muertos, medio vivos. Los dos hablando un diálogo estereotipado compuesto por preguntas sesgadas y respuestas huidizas. Casi dos extraños, unidos únicamente por la sangre y las obligaciones del parentesco. Alberto se preocupó por hacer reclamos pueriles de cosas materiales perfectamente inútiles o prescindibles. Alberto, inmóvil en su cama, y Ricardo, apenas un poco más ágil, se reflejaban en el espejo de la pieza juntos luego de tantos meses separados. Juntos pero desunidos, separados, cada uno en la suya - si es que existía algo a lo que llamar lo suyo -.
Al día siguiente, Ricardo volvió a visitar a su padre. En el camino se sintió un mal tipo por no haberse preocupado de avisarle a su amigo Juan de que no iría a encontrarse con él. Tampoco hoy lo había llamado para disculparse. Entró en el hospital y se internó en la habitación 204 del tercer piso. ¡Qué contradicción!, pensó. La cama estaba vacía, por lo tanto se preguntó dónde estaría el viejo. Enfrente, el gran espejo, reflejaba a un Ricardo envejecido, tan parecido a su padre, al rostro que ayer, tan solo ayer, había visto quejarse de todo y de todos. Tan solo ayer había sentido una sensación de cansancio cuando dialogó, luego de tanto tiempo, con Alberto. Hoy ya no estaba y se arrepintió de haber sentido esos sentimientos egoístas. Pero uno no puede controlar sus sentimientos ni sus pensamientos. Una enfermera se acercó, lo vio llorar y comenzó a desnudarlo bruscamente.
- ¿Cuándo va a entender que no se puede ir del hospital si nadie lo viene a buscar? Que sea la última vez que se hace el vivo. Nadie lo vino a ver hoy, Don Alberto, pero seguro que mañana viene su hijo. No llore, él debe estar muy ocupado, vio cómo es la juventud de hoy en día, siempre corriendo.
Ricardo no podía hablar mientras se observaba viejo y maltrecho, tan idéntico a su padre que la enfermera los había confundido. No le importaba si esas similitudes eran producto de que el tiempo de su padre se había detenido o el suyo se había acelerado, pero ambos eran iguales contrariando las leyes biológicas, aunque ya Alberto no se encontraba para comprobar tal descubrimiento. Ricardo, sólo deseaba descansar y pedir perdón por no haber atinado a recordar a su padre antes de que fuera demasiado tarde.
Afuera, comenzaba a llover, pero ya no habría tiempo para sentir caer las gotas sobre el rostro atemporal de Ricardo. No había más tiempo que perder ni que ganar.
LG