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A UN AÑO DEL 19 Y 20 DE DICIEMBRE

 Crónica de dos jornadas agitadas

Recuerdo de dos días que marcaron un hito en la historia Argentina

Bastó un discurso, tres palabras, para que algo se removiera en el inconsciente colectivo del pueblo argentino y aflorara con toda su fuerza, o al menos la necesaria para arrastrar consigo un ministro, primero, y un gobierno entero después. “Estado de sitio”, confirmó por la cadena nacional el entonces presidente Fernando De la Rúa poco antes de las 11 de la noche, luego de una jornada en la que al menos siete personas murieron y 138 resultaron heridas como consecuencia de la represión de los saqueos que tuvo lugar en algunas provincias. Fue suficiente para que las calles de Buenos Aires, y también de algunas de las ciudades más importantes del interior, fueran apropiadas por masas que efervescentemente entonaban: “Cambios en la economía sí, estado de sitio no”.

Todo empezó cuando, inmediatamente después del discurso, un repiquetear tímido de cacerolas comenzó a escaparse por algunas ventanas de la Capital Federal. Minutos más tarde, el ruido seco; constante y al unísono se hizo ya ensordecedor. La gente, al principio asomada a las ventanas y balcones, de a poco empezó a poblar las plazas y principales avenidas.

Allí, la clase media y la clase media baja se confundieron entre banderas argentinas y carteles que, improvisados en el momento, decían: “Fuera De La Rúa y Cavallo”. Juntos cantaron el Himno e insultaron a la clase política. En algunas esquinas, como Córdoba y Pueyrredón; Ángel Gallardo y Corrientes; y Santa Fe y Scalabrini Ortiz, los vecinos quemaron gomas y cortaron el tránsito.

Haciendo caso omiso al calor que se desprendía del pavimento, resabio de un día soleado donde la temperatura había superado los 30 grados, algunos exigieron a gritos las renuncias de Fernando De La Rúa y el ministro de Economía Domingo Cavallo. Otros, en cambio, pidieron la apertura del “corralito” bancario decretado hacía poco más de 15 días; mientras que unos cuantos protestaban por todo lo que no habían protestado antes, solamente porque recién habían caído en la cuenta que lo que habían vivido durante más de 10 años había sido sólo una ilusión.

De a poco, hombre y mujeres, ancianos y niños, iniciaron una marcha ordenada pero ruidosa, lenta pero impaciente hacia el Congreso, el Obelisco y la Plaza de Mayo. Las arterias que conducen hacía esos puntos claves estaban abarrotadas de manifestantes, en un desafío espontáneo al estado de sitio recién implantado.

En la Plaza de Mayo, escenario de muchas otras jornadas históricas, la Infantería tomaba posición de defensa tras el vallado que rodea a la Casa de Gobierno, mientras que los primeros manifestantes encendían velas en el piso al mismo tiempo que cantaban: “Que se vayan, que se vayan...”.

Ya pasada la medianoche, a la una de la madrugada, trascendió la noticia de la renuncia de Domingo Cavallo. Quienes en esos momentos estaban participando de la protesta y se enteraron, festejaron; pero siguieron reclamando la dimisión del Presidente.

La manifestación siguió hasta cerca de las cuatro de la madrugada. A esa hora, en la Plaza de los dos Congresos la gente comenzó a desconcentrarse, tal como había llegado unas horas antes: en paz y orden. Sin embargo, la Policía Federal arremetió con gases lacrimógenos y balas de goma, anticipando lo que ocurriría en tan sólo unas horas.

La mañana del 20 se inició con personas protestando frente a la Casa Rosada. Oficinistas; amas de casa; estudiantes; Madres de Plaza de Mayo; militantes políticos y adolescentes, gritando a puro aplauso y cacerola: “Paredón, paredón, a todos los corruptos que vendieron la Nación”.

Ya entonces, la orden oficial había sido clara: intentar salvar a un gobierno que ya era evidente que no toleraba ni un soplo. Por eso, durante más de siete horas la Plaza de Mayo fue el escenario de la represión más sangrienta de su historia. La Policía Montada arrojaba sus caballos tanto sobre el grupo liderado por Hebe de Bonafini como sobre los jóvenes que descansaban sentados alrededor de la Pirámide. Los gases lacrimógenos y las balas de goma, pero sobre todo las de plomo, atravesaban el aire y se incrustaban sin piedad en los cuerpos de las víctimas.

Cinco fueron los muertos y centenares los heridos, sólo en la plaza y los alrededores. En el país, las víctimas fatales llegaron casi a 30.

A las 19.45, Fernando De la Rúa presentó su renuncia al cargo de presidente de la Nación, mientras en la Plaza la violencia llegaba a su punto máximo. Cinco minutos después, derrotado e indiferente a todo lo que pasaba, subió al helicóptero que lo alejó para siempre del poder. Mientras tanto, afuera, sangre; balas y muerte.

por Guadalupe Farina