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Baradero, sábado 8 de febrero de 2003

Pienso sin ironía que hoy es un sábado rubio y peronista. A una combi blanca y vacía, estacionada frente a la fachada 9 de Julio del teatro Colón, la hace esperar el chofer Gustavo. Aún Georgina Rey, la encargada de prensa en Capital Federal de la nueva edición del Festival del Encuentro 2003, en Baradero, no llega. Estará toda despreocupada 10 minutos después de las 18, hora en que los periodistas acreditados debemos concurrir allí.  

De golpe caen todos como monedas; unos cara, otros ceca. Nos subimos a la combi en orden y calladitos; nuestras voces van aumentando en la hora y media que dura el viaje y, entre tanto, ya ceremonia inevitable y argentina, se pasan con respeto matemático el mate con leve lluvia de azúcar. Me hacen sentir ajeno, nuevo y sin memoria; así que retomo la lectura de Crimen y Castigo, de Dostoievski, hasta que una ráfaga premonitoria me saca de esa prisión rodante. "Va a ser un plomo, puro folklore y algo de tango -le digo sin volumen a mi reflejo en la ventanilla-. "Es tu trabajo, ahora no te quejes".

Llegamos a Baradero, sábado 8 de febrero de 2003 mientras la noche se pone de pie entre una atmósfera cargada de alientos espesos atravesados por mosquitos y miradas lugareñas. Enseguida bajo de la combi hurgando con una mano en el morral; mi extremidad derecha busca como un avestruz y no está el bendito matainsectos ni la petaca de ron que suelo llevar en éstos casos. Soy capaz de resistir una ola de insectos lujuriosos cuatro veces mi medida pero no puedo ni mirar el piso sin un poquito de esta bebida. Los otros me estereotipan y de pronto circulan alrededor del Anfiteatro Municipal, donde se proyecta la delicia y orgullo de la ciudad: el escenario Abel Figueroa.

Antes de traspasar la seguridad improvisada y por eso bruta de la entrada, antes de las fotos de computadora en nuestra blanca sala de prensa que no tiene teléfono pero en la que una chica linda charla y escucha, miro los corchos de sidra, las botellas de vidrio y los envases tetra-brick señalando la indiscreción de anoche. Comemos. Algunos -casi todos; yo me disperso en la novedad de un back stage- se sientan a morder asado y vacío con ensalada mixta sentados a una mesa redonda. El vino tinto les desordena la cara.

El festival abre con un grupo de dancers fantasmas de otro siglo, niños y adolescentes que cotejan miradas de adultos. "Renacer de mi pueblo, nos llamamos", me responde un mocoso -¿estaré en la edad de llamarlos así?- con mirada redonda de asombro por mi credencial exagerada que previene: "Prensa". Son las 22. Dos carteles -Ministro de Turismo, Daniel Scioli, mediante- que dicen www.turismo.com.ar y "Donde hay un turista hay trabajo", mutan a pantalla de video. Ahora todos levantan su osamenta porque lo aclara el Himno Nacional en la garganta de pájaro del bocón Jairo; a su término el "viva la patria" que grita uno del público se ahoga en el mar de aplausos. Una voz en off, que siempre representa al misterio, dice algo sobre la "geografía infinita del río" que nos deja pensando porque no entendemos nada. Y somos otra vez inocentes bajo una lluvia de respetables fuegos artificiales.

"Qué lindo que es Abel", aúlla histérica una adolescente que llamaré Juliana con tono seductor toda la noche. Pintos es Abel, uno que ya tiene 17 años y canta como si jugara y hace, sin que le tiemble la garganta, un alarde continuo de raro patriotismo. "Que nos roben lo que quieran menos el folklore" o "nos dan la pastillita para que no nazcan los bebes", escupe sin mirar a quien. Los que saben lo tildan marketineramente como la "savia nueva". A veces conmueve: Canción que acuna me deja trémulo, pensando en Juliana. Pero con Sueño dorado prefiero estar tirado en mi cama escuchando a David Bowie. Pintos se va con Ojos de cielo cuando todos saben que es mejor así; ¡que no sobre, che! En la conferencia de prensa devela sin tapujos que escucha a los norteamericanos Deftons, a Bersuit y a Catupecu, entre otros. Esa contradicción le saca un peso de encima.

El chamamé de Chango Spasiuk tiene algo de nerd. La intro de su performance es ver derretirse el plomo. Pero el tipo sabe. Con Mario del tránsito Coco Marola logra que tachemos de las libretas periodísticas algunas notas negativas. Se despide con Misiones; su esplendor es minimalista, contundente y por momentos volado. En la conferencia, que se realiza antes del show, Spasiuk aclara: "No voy a decir que 'me encanta Baradero' si no lo siento". Cumple con su palabra de artista.

No nos dejan salir de la sala de prensa porque llega un tipo al que le sientan bien las carnes de más y tiene un aire a Elvis, o más bien a Sandro: Cacho "de Buenos Aires" Castaña. El diálogo dura poco y, en diplomático hastío, mira sin mirar pero acepta la verdad de ciertas anécdotas sólo con guiños cómplices. Como su cierre perfecto afirma que "la Argentina es una bailanta y todos se pelean por el bufet".

Ya tengo hambre. Saboreo dos choripanes y tomo una cuantas cervezas como reemplazo de mi amigo ron, tirado sobre el césped húmedo de rocío, sintiendo que la gran noche puede darse. Un tal Duende de la guitarra ¡to-o-o-ca la mú-u-u-sica!. En muchos aspectos, podría asegurar que nadie interpreta este instrumento como lo hace un hombre. "La fuerza y la ternura de un macho lo resumen todo", pienso riéndome como un idiota.

  Cacho sube a escena y nos quedamos aturdidos, haciendo el mayor esfuerzo por disimular que estamos encantados -los periodistas-, pero algunos no pueden. El Pollo Castro, de FM FARO de Radio Nacional, le grita desde un asiento robado en primera fila "maestro, sos un monstruo". Miro a un tipo enorme y morocho de Seguridad y chocan nuestras risas. Las canciones se muerden como cerezas en la boca de un emperador. Quieren matar al ladrón es más leña al fuego. Aunque entre los temas, cuando agradece de memoria, los jadeos delatan vicios propios y ajenos, y sus músicos le anuncian lo que sigue, Cacho todavía puede. Igual hacen un parate instrumental para que su vientre respire a gusto y para que nosotros lo anhelemos insolentes.

  Todavía tiene varias cartas bajo la manga. Y pide al público, como desafío fácil, que reclame alguna canción. Café la humedad y Garganta con arena, dedicada al polaco Goyeneche, rankean alto. Teje un manto de silencios con estas dos, esculpe cada nota, cada palabra, con un respiro jugado, y la noche transcurre en un temporal de nostalgias, que moja la piel y el alma, en donde uno escribe por instantes su propia melancolía. Las armas de Cacho son esas canciones que te bailan un dos por cuatro en el corazón.

  Le piden otra, menos tanguera que patriótica, una que se llama Septiembre 1988, cuya coda con compases del Himno Nacional pone a todos de pie y un "viva la patria" de Cacho incluido, al que contestan con un "viva" unánime, delata nuestra idiosincrasia. Llega otro golpe bajo: Tita de Buenos Aires. Y Cacho ídem, capaz de guardarse lo merza para el final de un show que dice "es de esos que uno se lleva al Cielo", hace que el público se desintegre las palmas cuando sostiene en su garganta eso de "la reina de la bailanta". ¿A quién le interesa este bufet, Cacho?

  Juliana se ríe con todo el cuerpo franqueada por amigas en la quinta fila de la platea, y todo el peso de la razón cae como en Hiroshima pero en mi sabiduría, que nunca sirve para ordenar el itinerario del corazón. Con ese tormento y un beso casi robado, me escapo de Teresa Parodi, de sus ojos azules y sus últimas canciones -"boludeces bolcheviques", me dice uno-, que, en otra nota, otros intereses, nombraría como nutrientes de nuestra flaca sociedad. Cuando apenas la escuchamos, Parodi canta El otro país.