Solo el comienzo

                                          A la crisis argentina solo le falta una rebelión social, algo que comienza a manifestarse sordamente y podría estallar este verano.[1]

            Y la rebelión social estalló, dos días después de la publicación de este artículo y dos días antes del verano, aunque el sol se hacía sentir con fuerza, como queriendo calentar aún más el ambiente.

Primero, los saqueos en casi todos los puntos del país, exceptuando la Patagonia. El país que no mirábamos, o que no queríamos ver, se acercaba cada vez más a la Reina del Plata. De golpe, la provincia de Buenos Aires se vio convulsionada por una multitud que, incitada por algunos punteros peronistas, se volcaba a los supermercados grandes, medianos y pequeños en busca de comida y algo más. Sin embargo, la multitud se desbocó y arrancó cualquier vestigio de organización que pudiera haber habido.

Y llegaron a la Capital Federal. Los comerciantes cerraron sus negocios aterrorizados, y no pocos se decidieron a defender su propiedad a los tiros. Otros vecinos, indignados al ver que de un supermercado Norte se llevaban una botella de whisky, organizaron una suerte de cuadrilla paramilitar para defender comercios propios y ajenos. La policía poco podía hacer para mantener el orden. La ciudad era un caos. El país era un caos. Así comenzaba la invasión.

Haciendo gala de su letanía característica, el entonces Presidente de los argentinos habló... pasadas las once de la noche. Un discurso digno de otra realidad, un “estamos ganando” que nadie creyó, y la sanción inconstitucional del estado de sitio fueron los detonantes de la fase dos de la revuelta. En todos los barrios comenzaron a sonar las cacerolas, emulando una protesta acontecida una semana antes. Sin embargo, esta vez nadie llamaba a “cacerolear”. Espontáneamente, el “clanc clanc” que se convertiría en el hit del verano comenzó a sonar en los balcones, luego en las esquinas, un poco más tarde en las plazas y un rato después en las calles, camino a Plaza de Mayo o al Congreso.

Miles de personas salieron a la calle a protestar pacíficamente, algunos con sus pequeños hijos en brazos; muchos lo hacían por primera vez; muchos habían decidido cerrar sus negocios horrorizados unas horas antes, frente al avance torbellinezco de la “turba” de  excluidos, calificativo al que el diario “La Nación” apeló constantemente. La marcha de la bronca era una verdadera fiesta popular que no sólo desafiaba al estado de sitio, sino que pedía la cabeza de Cavallo, la de De la Rúa y la de los demás políticos, acusados de “vaciar al país”.

Si la ciudad fue envuelta en un clima de guerra, la primer batalla fue ganada por la multitud. Pero mientras se conocía la renuncia del ministro de economía y se celebraba con una batucada frente a su casa, la policía reprimió. Los pacíficos manifestantes que ocupaban la Plaza de Mayo huyeron como pudieron, y sólo quedaron algunos desafiando a las armas reglamentarias y a los gases tóxicos.

Al día siguiente se desató lo peor. O lo mejor; el tiempo dirá. Miles de personas se concentraron otra vez en la Plaza de Mayo al grito de “que se vayan”. Oficinistas, estudiantes, activistas de los derechos humanos, Madres de Plaza de Mayo tratando de cumplir con su ronda habitual de los jueves... personas sin distinción de edades ni clases sociales colmaron el lugar. La represión no se hizo esperar y fue brutal. La ciudad fue el escenario de una sangrienta batalla entre una multitud que espontáneamente se había convocado en la plaza sin bombos ni banderas políticas (las “hordas juveniles”, como las llamó el diario “La Nación”) y la policía. Idas y venidas, autos incendiados, locales destruidos –sobre todo bancos y McDonals-, cinco muertos por balas de armas reglamentarias, la renuncia del presidente...

Mientras tanto, en otros puntos de la ciudad seguían los saqueos. No se salvaban ni los Musimundo, ni los Blockbuster. El transporte público se encontraba prácticamente paralizado, y manejar los automóviles que día a día se apoderan de las calles de la ciudad a la que Nacha Guevara y tantos otros le cantaran era un verdadero desafío. Los tiempos y los espacios de la Ciudad de Buenos Aires se habían trastocado completamente. El tiempo no corría al son del reloj, no había más horario que el que imponía la luz del sol. El espacio estaba vivo. La ciudad era del pueblo.

El objetivo de este trabajo es analizar los sucesos que acontecieron en la Capital Federal los días 19 y 20 de diciembre, los que seguramente serán recordados año tras año, al menos por algún tiempo, aunque todavía no sepamos por qué motivo. Si bien es muy difícil hacer un alto y dejar de vivir la historia que los argentinos estamos viviendo para reflexionar fríamente sobre ella, se intentará, siguiendo a los autores incluidos en la bibliografía del Seminario, hurgar sobre los hechos que se vivieron hace poco más de siete meses y que dieron lugar a las asambleas barriales, a la vez que terminaron de destrozar la poca representatividad que conservaban los tres poderes nombrados por la Constitución Nacional, ese mismo librito que esos mismos tres poderes se empeñan en hacer desaparecer.

Es prácticamente imposible establecer las consecuencias de lo ocurrido, porque estamos insertos en ellas. El paso del tiempo se encargará de establecer si la rebelión popular más impactante desde la Semana Trágica quedará en el recuerdo sólo como un rabioso gesto de bronca o si hay algo más cocinándose en esas cacerolas que presentan orgullosamente sus abolladuras como heridas de guerra.

El espontáneo cantar

 “(...) la resistencia es una experiencia fundamental y necesaria para el cuerpo humano: gracias a la sensación de resistencia, el cuerpo se ve impulsado a tomar nota del mundo en el que vive. (...) El cuerpo vive cuando se enfrenta a la dificultad.”[2]

El movimiento que se gestó durante el 19 y el 20 de diciembre no puede enmarcarse en su totalidad en la oposición entre pueblo y multitud que delimita Paolo Virno. Como afirma Horacio González en un reportaje que se le hiciera en el diario Página 12 (ver los artículos adjuntados), el concepto de multitud no puede dejar de pensarse junto al de pueblo. Yendo un poco más allá, una de las características de esta heterogénea y repentina manifestación es la tensión entre el accionar de la multitud y un pueblo que se resiste a desaparecer como tal, aunque carezca de la fuerza política de antaño.

Paolo Virno retoma el concepto de multitud esbozado por Spinoza: Multitud indica una pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva (...) sin converger en un Uno, sin desvanecerse en un movimiento centrípeto. Multitud es la forma de existencia social y política de los muchos en tanto muchos: forma permanente, no episódica o intersticial. Para Spinoza, la multitud es la base, el fundamento de las libertades civiles”.[3]

             Sin embargo, en su dialéctica con el pueblo, la noción que se asentó desde Hobbes hasta nuestros días, el accionar de la multitud se vuelve espontáneo y esporádico. La manifestación de las singularidades en tanto tales no se registra políticamente de manera cotidiana, aunque en su excepcionalidad parece radicar gran parte de su fuerza.

Los rasgos sobresalientes de las multitudes que se adueñaron de la ciudad en diciembre fueron la espontaneidad con la que se agruparon, la heterogeneidad y la desorganización con la que actuaron y la falta de ideas programáticas. Es decir, la falta de representatividad política o sindical fue el factor clave de la revuelta, lo que determinó el violento accionar de los participantes debido a la carencia de líderes que encaucen la protesta.

Evidentemente, el país atraviesa una crisis de representatividad política de suma importancia. El “que se vayan todos” es terminante y refiere a políticos, sindicalistas y jueces. Esta falta de representatividad es una de las consecuencias de la crisis de las instituciones disciplinarias características de la modernidad de las que habla Foucault. La educación y la salud públicas, la justicia y la democracia representativa, pilares de la Argentina soñada por nuestros ilustres o no tanto antepasados, son víctimas del resquebrajamiento de los sistemas disciplinarios que tan bien funcionaron hasta no hace mucho, incluyendo a prácticamente toda la población dentro de la sociedad productiva. Cuando las instituciones se desgarran debido a las inoperancias locales y al avance del capitalismo financiero que corroe las fronteras, cuando la “prisión” de la que habla el pensador francés para caracterizar al tipo de control social no cumple con las mínimas expectativas de los prisioneros, estos terminan amotinándose.

Nadie convocó a las multitudes, pero ellas se autoconvocaron. Ningún dirigente apeló a ellas, ni podría haberlo hecho, debido a la heterogeneidad que las caracterizó. Personas de todas las clases y todas las edades, afirman los diarios, participaron de alguna u otra manera en la toma de la ciudad, saqueando por hambre, golpeando sus cacerolas por hartazgo (el corralito bancario, a esa altura, era una anécdota más, una importante gota en un vaso lleno) o combatiendo la represión por años de bronca contenida. Horacio González afirmó en el mismo reportaje arriba citado que es inútil para el análisis de estos sucesos traducirlos a la condición de clase social o barrio de pertenencia; los manifestantes procedían de cualquier punto de la ciudad: desde Recoleta y Las Cañitas, pero también de San Telmo y Floresta, por nombrar algunos barrios disímiles.

Otro de los argumentos que señalan la presencia de la multitud en los acontecimientos de diciembre radica en un titular del aristocrático “La Nación”, que el 20 de diciembre afirmaba: “Las calles porteñas, invadidas por el desborde popular” (la cursiva es mía). En efecto, González retoma la metáfora de la invasión para señalar el temor que se le tiene a la multitud cuando esta aparece de golpe, retomando el control de la ciudad. La multitud desafía a la máquina ciudad; su repentino y violento accionar (según González, golpear una cacerola a las once de la noche también es una forma de violencia) desorganizan el espacio pensado como circulación y, por ende, los tiempos de la misma. Lo curioso, quizás, es que el miedo era de los menos. La clase media formó parte de la multitud, aunque al principio la vio con horror. El “ahí vienen” que obligaba a cerrar los comercios y defenderlos como sea dio lugar a la toma pacífica de las plazas barriales y de la Plaza de Mayo, y muchos de los que sufrieron la represión del 20 eran hijos de comerciantes o eran empleados.

La Plaza de Mayo había sido invadida, pero la invasión era saludable. Los vecinos de la zona que no bajaban a combatir a las fuerzas de seguridad colaboraban con la multitud tirando agua desde los balcones, por ejemplo. En la plaza, eran pocos los que veían la invasión como algo negativo. En otros puntos de la ciudad, sin embargo, los saqueos –a veces desmedidos- eran vividos como un “aluvión zoológico”, y así lo demuestran los vecinos que se organizaron para combatir a los manifestantes con palos y demás para defender la propiedad propia y ajena.

Evocando a Georg Simmel, la subjetividad reprimida de cada sujeto cuando este se constituye como habitante de la ciudad, estalló. La indolencia, ese patético pero inevitable mecanismo de autodefensa que impide ver más allá de uno, se hizo a un lado. El sujeto, como integrante singular de una multitud compuesta por otros sujetos singulares, salió a la calle. Volvió a recuperar sus sentidos, a “poner el cuerpo”, como decían muchos quizás sin conocer la importancia que este tiene para Richard Sennett en la conformación de la singularidad. Y la colaboración entre los manifestantes, desconocidos unos de otros, era fascinante. No sólo se repartían gajos de limón para combatir los efectos de los gases policiales, sino que lloraban a los muertos que desconocían, que nunca antes habían visto, pero que sentían parte de ellos por alguna extraña razón.

 Carencia de líderes, desorganización, espontaneidad, invasión... las multitudes dijeron presente en la ciudad. Sin embargo, el pueblo también estaba ahí. Si bien la crisis de representación determinaba la ausencia de líderes y banderas políticas, la historia característica del pueblo argentino, como afirma González en la citada entrevista, salió a la calle. La gente se denominó “pueblo”, tomó banderas celestes y blancas, cantó el Himno y tomó la ciudad para defender los vestigios de una nación corroída. No era, ciertamente, un nacionalismo pletórico el que invadía las almas de quienes, ante la desesperación, se volcaron a los supermercados. Sin embargo, el reclamo al estado de estos sectores, que primero pedían que se los incluya y luego, resignados, que al menos se los ayude a sobrevivir, también mostraba a un pueblo oprimido resistiéndose a desaparecer como tal.

Pueblo, término con historia. Y la historia estaba ahí, revivida por más de un cacerolero que se acordaría del 17 de octubre de 1945, o del Cordobazo. Historia rica en cuanto a manifestaciones populares, aunque cada vez más devaluada por el gentismo neoliberal. El término “pueblo” recuperó, aunque sea por un momento, su verdadera identidad, aunque el largo letargo lo obligara a compartir esa satisfacción con la noción de multitud. No eran sindicalistas convocados por la corrompida CGT, ni punteros pagos o pobres desesperados amenazados con la quita de sus planes Trabajar subidos a micros para llenar alguna plaza para demostrar quién sabe qué. Era el Pueblo. Y era la Multitud. Pueblo y multitud, emulando a Saussure, deberían ser leídos como “dos caras de la misma moneda”.

Michael Hardt y Antonio Negri, en el capítulo 18 de Imperio, hablan de la multitud como potencial sujeto político en el contexto imperial. La multitud, afirman, combatiría al nuevo orden imperante apoyándose en lo que Paolo Virno, tomando la retórica aristotélica, denominó lugares comunes, sobre todo en el lenguaje y en el pensamiento, debido a la corrosión de los lugares especiales, los compartidos por cada grupo.

Sin embargo, el accionar político de la multitud es preso de la espontaneidad; allí radica su fuerza, su potencial libertador. La idea transformar a la multitud en un sujeto político es, en mi opinión, contradictoria. Por un lado, la multitud como sujeto pondría en peligro a las subjetividades individuales que justamente caracterizan a la multitud. La diversidad que la constituye como tal correría el riesgo de quedar opacada por un Uno, como lo llama Virno, sea ese Uno lo que sea. La constitución de ese Uno obligaría a la subordinación a él, y todo intento de preservar las singularidades quedaría sujeto a esa esfera.

Por otro lado, la multitud encuentra su efectividad en su desorganización, en lo esporádico de sus movimientos, en la violencia con la que es vivido ese salir a la calle de repente. Su acción política es tal en cuanto espontánea, y esa energía se conjuga con los restos de la nación y con los del pueblo en defensa de lo que queda de los laureles que supimos conseguir. En mi opinión, la multitud, por definición, no podría devenir en sujeto político, no podría manifestar la pluralidad en un Uno, a menos que ese Uno sea la especie humana, ni podría ser organizada sin perder su originalidad.

Pero, además, no puede aislarse de ni superar a los sujetos políticos clásicos: el pueblo y la clase. La multitud enriquece su accionar en tanto “dialoga” con el pueblo y con las clases sociales. Multitud, pueblo y clase son tres nociones que se entrelazan en cada manifestación popular; la historia juega un papel fundamental ya que, si bien no determina qué va a pasar, lo condiciona más o menos deliberadamente. Y la multitud, como lo afirma Virno, es una noción que carece de la historia que sí poseen el pueblo y la clase. La manifestación del 19 y el 20 de diciembre no mostró rivalidades de clase en todo su esplendor, pero sí a un pueblo que se resistía a desaparecer como tal.
 

Los dueños de la ciudad

 “(...) -la libertad concebida como un volumen puro, transparente- embota el cuerpo. La libertad que estimula el cuerpo lo hace aceptando la impureza, la dificultad y la obstrucción como parte de la propia experiencia de la libertad.”[4]

Al igual que durante la Semana Trágica, el 17 de octubre de 1945 y, sobre todo, el Cordobazo, durante la rebelión del 19 y del 20 de diciembre la multitud se adueñó de la ciudad. La diferencia fundamental con las tres manifestaciones citadas radica en la falta de organización. Sin bien durante esos tres períodos la organización existente fue desbordada por la multitud popular, los hechos sucedidos en la Ciudad de Buenos Aires en diciembre carecieron del más mínimo vestigio organizativo. Nadie convocó a nadie, pero todos estaban ahí, en la plaza, en los barrios, en las calles.

Buenos Aires fue sitiada por sus habitantes, que la obligaron a dejar de funcionar, o a funcionar de otra manera. La concepción habitual del tiempo y del espacio fue momentáneamente derribada por las columnas que saqueaban negocios, o caceroleaban, o se enfrentaban a la policía, o cortaban una calle. No había relojes ni apuro por llegar a ningún lado; tampoco había a dónde llegar. Sólo había que “estar”.

La ciudad concebida para circular, esa que elogia Le Corbusier por su armonía y funcionalidad, esa que rechaza Richard Sennett por su frialdad y por el embotamiento del cuerpo, fue convertida en un lugar caótico. Sin embargo, y a contramano de las ideas del arquitecto modernista, en el caos la ciudad satisfizo las necesidades primordiales, psicológicas y biológicas de la población. La multitud temida por los urbanistas que ven en ella un factor que dificulta el tránsito, hizo despertar a la ciudad. Los espacios fueron rehabitados, los olores, percibidos, el contacto con el otro era necesario y placentero.

El 19 a la noche, las calles eran de las familias que habían salido a repudiar al gobierno con sus cacerolas. Piquetes en las avenidas y marchas multitudinarias y festivas obstaculizaban el paso de los transportes, que debían evitar, al menos, todas las arterias principales capitalinas. Por la mañana, esas mismas calles habían sido invadidas por quienes obligaban a los comerciantes a cerrar sus negocios atemorizados.

Durante el 20 de diciembre, circular fue prácticamente imposible, como lo demuestra la experiencia de aquellos que querían llegar a sus puestos de trabajo a paso acelerado, cuando no corriendo, temiendo que el alud popular se vuelque sobre ellos. La falta de transporte fue un factor clave. Sin colectivos ni taxis, la única manera de moverse era caminando o en remis. Además, los trenes salieron de las terminales hasta las seis de la tarde, por lo que centenares de trabajadores corrían por alcanzar el último transporte hacia el Gran Buenos Aires. Los gases tóxicos hicieron que se deba suspender el funcionamiento de subtes, y columnas de empleados recorrían a pie, entre el terror y la fascinación, largos trayectos sobre las desérticas avenidas que no habían sido tomadas por la multitud.

Algunos autos sirvieron de improvisadas barricadas para quienes resistían y desafiaban a la policía en Plaza de Mayo o en la avenida 9 de Julio. Sin embargo, los carros de la policía y las ambulancias, con cierta dificultad, no eran los únicos vehículos que circulaban por la zona, en la que manifestantes a pie se batían con la montada y con efectivos nerviosos. Los motoqueros que trabajan en mensajería eran importantes aliados de la multitud, sacando a quienes sufrían los efectos de los gases, combatiendo a la policía, avisando hacia dónde correr o por dónde seguir. Su incipiente gremio había avisado a las empresas y a los jinetes que él pagaría el día de trabajo.

Los pocos automóviles que osaron circular por las calles de Buenos Aires lo hacían a contramano y atravesando semáforos en rojo, esquivando las secuelas de los enfrentamientos. El paraíso de cemento con manchas verdes imaginado por Le Corbusier era el campo de batalla en el cual la multitud a pie manifestaba su hartazgo.

 El espacio dejó de ser funcional al movimiento. El espacio fue, por cuarenta y ocho horas, de la multitud, del pueblo. El “circulen, circulen” de los oficiales era constantemente desafiado. Había que estar ahí, en la plaza o en la calle, pero sin ir a ningún punto fijo. La deriva enaltecida por los situacionistas era el modo de actuar de quienes buscaban comida o escapaban de las municiones de plomo policiales. Como en 1919 o 1945, la ciudad fue de la multitud.

Y la multitud trataba de reconfigurarla a gusto. En la plaza, los locales destruidos eran McDonals, Bancos y algún que otro comercio que simbolizara lo que nadie quería que la ciudad fuera, como una clásica sastrería destrozada, símbolo de la Buenos Aires parisiense. Las casas multinacionales y quienes se quedaban con el dinero de muchos de los que allí estaban o habían estado la noche anterior fueron las víctimas de la “horda juvenil”, como denominó “La Nación” a la multitud que tomó la plaza y las calles. Como durante el Cordobazo, las empresas transnacionales fueron el blanco preferido por los manifestantes. Como en el ´89, los supermercados quedaron vacíos por quienes se habían cansado de ver tanta comida con los estómagos vacíos.

Como señala Sennett, la libertad no radicaba en la circulación sobre espacios vacíos, sino todo lo contrario. Contra la mecánica del movimiento, la libertad se manifestaba como impureza, como falta de comodidad. Los olores volvieron, aunque eran producto de los gases tóxicos. Pero en la Plaza se respiraba libertad. Plaza de Mayo se transformó en el pulmón de la ciudad, aunque no en el sentido deseado por Le Corbusier. En el caos, los sujetos volvieron a sentirse libres, partícipes de la realidad que vivían. Buscaban tomar el timón de sus destinos.

El reloj dejó de correr. Muchas empresas se vieron obligadas a dejar salir antes a sus empleados ante el descontrol que gobernaba la ciudad. La falta de transporte y la inseguridad ante los hechos que se sucedían provocaron el abrupto fin de la jornada laboral de aquellos que se habían atrevido a no faltar a sus trabajos por el tan ansiado y necesitado premio por presentismo.

Quienes participaban de las manifestaciones no tenían horario. Ni siquiera la renuncia del que debía renunciar frenó a la multitud, que ahora parecía ir por más, aunque no se sepa por qué más. El único horario fijo fue el de las Madres de Plaza de Mayo, que cumplieron, ayudadas por la multitud y entre balas (entonces) de goma, palos y gases policíacos, con su ronda habitual de los jueves. Pero luego el reloj fue una anécdota más para quienes estaban allí. Había que tomar la ciudad el tiempo que fuera necesario (¿necesario para qué?).

Y, como toda efímera avalancha multitudinaria, la manifestación terminó de repente. Nadie pudo haber dicho que la policía había logrado despejar la plaza o vencer a los rebeldes, porque, de golpe, estos se habían ido, tratando de regresar a sus casas de la manera que fuera posible. Todo había terminado, o algo recién comenzaba.

Algunas consideraciones finales

“Solo cuando tenemos la facultad de habitar, podemos construir”.[5]

Parodiando al filósofo alemán Martín Heidegger, podría afirmarse que la multitud habitó la ciudad. Sin embargo, no habitó preservando o salvando, no construyó fundando y ensamblando espacios, sino todo lo contrario. En el caos, la multitud se sintió libre, feliz, en la propia casa. Si, como afirma Ivan Illich en La reivindicación de la casa, el modelo de ciudad concebido para circular llevó a una reclusión que hizo que el mundo se volviera inhabitable, la multitud volvió a las calles en busca de lo que había perdido, algo más que la dignidad, y, por un momento, lo recuperó.

La ciudad fue habitada, como durante la Semana Trágica, como el 17 de octubre de 1945, como la Córdoba de 1969. la máquina de circular fue paralizada, y el caos total se fusionó con la libertad de cada quien para expresar su singularidad. La ausencia de líderes fue vital para que cada manifestante se sienta amo y señor de su destino, y que sienta que ese destino singular era compatible con el de muchos otros seres. La multitud era un crisol de singularidades que encontraban una causa común en la resistencia junto a la bandera y al Himno, en nombre de la Nación que los constituyó como Pueblo y que, según Hardt y Negri, emprende la retirada.

La esperanza fue inmensa. Las asambleas barriales nacieron como el lugar en el que cada uno podía ser uno mismo y compartir un proyecto con los demás. Las plazas volvieron a ser ocupadas. La clase media descubrió que había alguien más allá de quienes reclamaban por sus derechos por la televisión y cortaban caminos; los piqueteros fueron reconocidos por una importante fracción de la sociedad que antes los veía sólo como quienes impedían la circulación en vez de “joder a los que tienen que joder”. Los ahorros parecían no serlo todo; parecía haber una causa común entre quienes comenzaron a manifestarse cada vez con más ganas y fuerza.

Sin embargo, la convocatoria de las asambleas disminuyó junto al entusiasmo inicial, y muchos de los que habían formado parte de ellas se sumergieron en el cada vez más profundo descreimiento a medida que los partidos políticos de izquierda se acercaron a ellas buscando “orientarlas”. Los ahorristas, por su parte, que semana a semana ocupan las nuevas fachadas metálicas de los bancos en busca del dinero que legítimamente les pertenece, no parecen encausar su protesta más allá del reclamo puntual. El “quiero mis dólares” no tiene ese celestial y esperanzador sonido que todavía produce el “que se vayan todos”, que cada vez más de vez en cuando se vuelve a adueñar de las gargantas de los dejos de la multitud.

A medida en que Menem crece en las encuestas, un sabor amargo se va apoderando de quienes vimos en los sucesos de diciembre un punto y aparte, un “hasta acá llegamos”. Como se afirmó al principio de este trabajo, que ya toca su fin, es prematuro sacar una conclusión sobre lo acontecido, porque todavía está aconteciendo. Si bien muchas semillas no germinaron, todavía quedan algunas esparcidas a lo largo del país que de a poco se van convirtiendo en pequeños tallos y que intentan decidir sobre su propio crecimiento.

Muchos de los que se sintieron dueños de su propio destino durante el 19 y el 20 de diciembre se rehúsan a volver atrás. En ellos, quizás, haya que depositar la pisoteada esperanza de los argentinos. Asambleístas, piqueteros, multitudes de personas que intentan ir más allá del fervoroso “que se vayan todos” y que dentro de poco se tendrían que animar a entonar un “déjennos a nosotros”, un nosotros totalmente inclusivo que destruya la actual frontera entre inclusión y exclusión, constituyen la principal vía de escape hacia un país totalmente habitable.

Sin embargo, estos parecen ser cada vez menos. O al menos esto es lo que pretenden reflejar los medios de comunicación, que cubren todas y cada una de las protestas de los ahorristas empecinados en recuperar sus dólares y dejan poco espacio para quienes intentan construir desde abajo alternativas viables para sacar el país adelante. Habrá que dejar correr el tiempo para ver qué pasa, o habrá que volver a detenerlo.


 

[1] Garbetta, Carlos, Los últimos estertores del modelo, en el site de Le Monde Diplomatique (www.eldiplo.org), 17 de diciembre de 2001.

[2] Sennett, Richard, Carne y Piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pág 331.

[3] Virno, Paolo, Gramátia de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, Catanzaro, Rubbettino, 2001, selección y traducción de Flavia Costa y Adriana Gómez, pág. 12 (apunte).

[4] Sennett, Richard, Carne y Piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pág 331.

[5] Heidegger, Martín, Construir, Habitar, Pensar, en Conferencias y artículos. Ediciones Del Serbal, Barcelona, 1996, pág. 53.