El hospicio final
Si fuese una reina fraguada por el dramaturgo inglés William Shakespeare, ella diría: “Dios, haciendo rosas, hizo mi cara”. Pero Alejandra Muchenic, correntina de 34 años, tiene grietas en las mejillas, moradas tanto por el frío como por el vino púrpura que sorbe apaisadamente de un te-trabrick. Está sentada con aires de dama antigua sobre un colchón ajado y hediondo dispuesto a centímetros de un árbol del Parque Rivadavia, en el barrio porteño de Caballito. A su lado, tres bolsas de supermercado guardan el preciado botín conseguido durante la mañana: latas y botellas. “Tengo comprador”, anuncia con simpática altivez. Es homeless. Vive sin techo, bajo el cielo y la copa de los árboles, desde los 22, cuando lo perdió todo. Sin embargo, asegura en tono imperante, como majestad del parque, que esta vida le da “paz y libertad” y que “lo mejor de todo es no tener que rendirle cuentas a nadie”.
Su pareja actual, Juan Espinosa, vendrá más tarde con pan y una sonrisa hilarante que le altera el rostro. Pero todavía no llega. Entonces Alejandra habla de sus dos hijos que están en custodia del juez: ”Yo no puedo tenerlos conmigo, la calle es dura para los chicos; además, el turro de mi marido no pintó más”. A veces, cuando conversa, su mirada se pierde, sus ojos se aquietan emulando a los de un pez, y adquiere una postura impasible, de una frialdad mustia. El clima ayuda a su estado: nublado y frío, con posibilidad de lluvias a partir de la noche. Es de esos días en que Buenos Aires parece el veloz noticiero en blanco y negro Sucesos Argentinos, pero proyectado en cámara lenta.
Por el parque pululan otros sin techo. Hay uno que se pasea raudamente con su carrito último modelo -los de Disco y COTO están en boga-, transportando el tubo de un televisor y emitiendo un soliloquio ininteligible. Otros tres, sentados al pie de la reja que bordea su árbol/casa, de barbas tupidas y trajes raídos, brindan en esa sala VIP con vasitos de plástico por las mujeres que derrochan simpatía, porque tienen con qué y porque sí.
Ahora
llega Juan y su mueca de gelatina. Comienzan una caminata sosegada y, en los
interregnos de la sinfonía rimbombante
de los bocinazos que los automovilistas dan antes de cada señal verde del
semáforo, prodigan entre ellos frases de amor. También se pasan el vino.
“Tomamos poquito, si sentimos que empieza la curda, dejamos”, afirma Juan con
cándido disimulo. Unos chicos, enfundados en sucios delantales, pasan cerca
insultando desaforados. En el centro de la plaza, un grupo de adolescentes en
hermética ronda comparte un cigarrillo de marihuana. Y, como el vino que
procuran los indigentes, es casi la soma que en Un Mundo Feliz,
novela del británico Aldous Huxley, los individuos tenían a su alcance: una
droga perfecta que los aparta de la realidad.
Alejandra y Juan ingresan a las galerías que forman los puestos verdes de venta de libros y discos usados, fácil laberinto para ellos, y al rato salen encauzándose hacia las inmediaciones de una obra de la Municipalidad. Paran frente a un graffiti, pintado con aerosol negro en las chapas que aíslan a los trabajadores, y parecen leer la palabra o sinopsis factible de la vida en la calle, ese hospicio final: “Manicomio”. Enseguida ríen, y la eufonía urbana los corona, los silencia.
Por Martín Rodríguez Rey